Historia de éxito
Todo comenzó en Antigua, en medio de la efervescencia de los preparativos. Había que planificar cada etapa para aprovechar al máximo los pocos días disponibles: organizar los encuentros, estructurar las entrevistas y, sobre todo, comprender mi lugar dentro de este proyecto. Aprender a escuchar. Transmitir sin imponer. Fue en este contexto que conocí a Claudia, una joven Q’eqchi’ comprometida con la cooperativa Na’leb’ak, organización socia del Programa de Cooperación Voluntaria. Gracias a su labor de movilización comunitaria, tres participantes aceptaron participar en las entrevistas. Tres mujeres, tres historias por escuchar. Sentía que este proyecto me transformaría.
Pocos días después, emprendimos el camino hacia Chisec, en el departamento de Alta Verapaz. El paisaje cambió rápidamente. La ciudad muestra signos visibles de una modernización acelerada, pero también de profundas desigualdades que marcan el día a día. Fue al alejarnos de los centros urbanos, recorriendo caminos sinuosos entre montañas, que percibí toda la fuerza serena de esta región.
El día amanecía sobre montañas cubiertas de niebla, niños se colgaban de las barandas de los camiones camino a la escuela. Estas escenas sencillas daban un sentido concreto a la resiliencia: la de las mujeres, las familias y las comunidades que siguen adelante a pesar de todo.
Nuestra primera visita fue en la oficina de Na’leb’ak. Esta cooperativa, dirigida por mujeres, acompaña a otras jóvenes indígenas en el desarrollo de sus habilidades y autonomía. Con el apoyo del Programa de cooperación voluntaria PCV, ofrece formaciones prácticas y un acompañamiento cercano. La acogida fue discreta pero cálida. El lugar, modesto pero lleno de vida, respiraba compromiso. Cada detalle mostraba que este trabajo nace desde el terreno, para y con las jóvenes mujeres.
Conocí a las participantes: jóvenes de apenas 18 años, a menudo tímidas al principio, pero curiosas y con muchas ganas de aprender. Estar allí, en esa sala, ya era un acto significativo. Una afirmación. Un deseo de contar su historia de otra manera.
Al día siguiente, facilité un taller de fotografía y videografía. Era mi primera vez —y en español, además—, pero su atención, curiosidad y compromiso me pusieron en confianza de inmediato. Muy pronto, la timidez inicial dio paso a sonrisas sinceras. Conversamos, experimentamos, reímos. Las fotos grupales rompieron el hielo. No se trataba solo de aprender a encuadrar una imagen, sino de apropiarse de una herramienta para narrar su mundo, a su manera. Claudia e Irma, en particular, se involucraron curiosamente. El dron causó admiración, pero más allá del instrumento, fue la posibilidad de ver su entorno desde una nueva perspectiva lo que realmente las conmovió.
Al día siguiente, Claudia e Irma nos guiaron hasta las comunidades. Visitamos a Romelia, de 19 años, y a su familia, quienes nos recibieron en su casa con una sencillez desarmante. Romelia hablaba Q’eqchi’, como la mayoría en la zona. Claudia traducía, pero en el fondo, las sonrisas y los gestos eran suficientes. Su hospitalidad me dejó una huella profunda. Hablamos de cultura, de trabajo, de la tierra.
Romelia nos mostró los cultivos. Aquí la agricultura es de subsistencia y se transmite desde la infancia. Aunque las cosechas son modestas, permiten cierto grado de autonomía. En cada parada, una fruta recolectada, un producto ofrecido. Yo había venido a formar, pero estaba recibiendo verdaderas lecciones de humildad.
Más tarde, en otra casa, conocimos a Lesvia, de 17 años, apasionada por el tejido a crochet. Nos habló de su día a día con calma y una seguridad serena. Su casa estaba llena de vida y, pese a los ruidos y movimientos alrededor, permaneció concentrada. Su padre, silencioso, la observaba con atención. En esta región, las jóvenes a veces apoyan la economía familiar con sus conocimientos. Pero lo que vi iba más allá del simple apoyo: era orgullo, era creación, era poder de actuar.
Gracias a la formación ofrecida por Na’leb’ak y apoyada por el PCV, Lesvia y otras jóvenes desarrollan competencias técnicas concretas. Así, se vuelven capaces de generar sus propios ingresos, contribuir activamente a la vida de sus comunidades y construir su futuro bajo sus propios términos.
Al fotografiar a Lesvia, a su hermana, y luego a tres generaciones de mujeres tejiendo juntas, comprendí que esas imágenes no serían solo recuerdos. Llevaban una mirada. Una voz. Un mensaje.
El último día, conocimos a Laura Carolina, de 16 años. Con la formación en costura de Na’leb’ak, ya había vendido una de sus creaciones. A su lado, su madre la observaba desde cierta distancia, con una sonrisa discreta. Laura representa a esta generación de jóvenes mujeres que avanzan, pese a los obstáculos. Paso a paso, se emancipan, se organizan, se apoyan mutuamente.
Antes de emprender el regreso hacia Cobán, tomé mis últimas fotos. Paisajes cubiertos de neblina, escenas sencillas de la vida cotidiana. Todo lo que quería llevarme —no como un simple recuerdo, sino como materia para la reflexión.
Este proyecto fue una experiencia profundamente enriquecedora, transformando el estrés y la rutina diaria en memorias únicas y duraderas. La resiliencia y la generosidad de las mujeres de las comunidades Q’eqchi’ me marcaron profundamente, brindándome una verdadera lección de humildad y humanidad.